Los carlistas en el Carnaval de 1876 (tercera parte)

Hay que ver; con el esmero que tuvo que poner el Ayuntamiento para festejar "el ansiado restablecimiento de la paz pública", y que varios "jóvenes entusiastas pertenecientes á la clase mercantil" se le adelanten... ¡Eso no tiene nombre! O sí. Y se llama Carnaval.

Dudo de que el Carnaval siga siendo la fiesta de la libertad que fue. Ya no se viven episodios como los que narramos o como aquel que vimos, de la detención, en 1935, de los integrantes de la murga "Los Gauchos". Y es que conforme han pasado los años, a la fiesta de la libertad le hemos ido recortando eso mismo con bases, reglas, normas y estómagos agradecidos aunque esto será tema de una futura entrada y ahora es hora de otra cosa. Estábamos hablando de cómo se vivió durante el Carnaval de 1876 la derrota del absolutismo y ya vimos cómo "una comparsa de máscaras que llevaban el disfraz de soldados carlistas sin que les faltase la tradicional boina" recorrió las calles de Almería. Pero no sabíamos mucho más. No sabíamos, por ejemplo, lo que otro día recogió aquel mismo diario y que es el tema de esta entrada.

Para no hacerla muy pesada, en vez de transcribir, emplazo a la lectura del original y ese espacio que me ahorro lo voy a dedicar a explicar el interés de estos recortes, que no es otro que la descripción que hacen de cómo vivieron los almerienses un momento histórico. Para entenderlo, hay que recordar que nos encontramos en 1876 y que es necesario parase a intentar reconstruir aquella ciudad para ver el alcance de lo que se vivió aquellos días.

¿Cómo era la Almería del último tercio del XIX? Los viajeros que por entonces llegaban nos dejaron buenas muestras que nos pueden ayudar a conocernos mejor. Precisamente un año antes nos acababa de visitar Giuseppe Garzolini. Decía entonces que la ciudad contaba con 34.000 habitantes y aunque se olvidó de contar a unos 6.000 más, no se lo vamos a tener muy en cuenta porque un hijo suyo vino años después y se quedó a vivir entre nosotros. Él llego en agosto y dejó escrito: "los mismos almerienses, de las nueve de la mañana a las cuatro de la tarde, no salen de casa si sus asuntos no los obligan a ello" y al margen de la anécdota debemos tener presentes que entonces Almería contaba con menos gente que, por ejemplo, cuenta ahora Roquetas de Mar. Y aquella Almería no tenía ni los eroskis ni los auditorios ni los parques acuáticos de Roquetas. Por no tener, no tenía ni la Plaza, que parece que lleva ahí toda la vida y entonces la bodega del patio era una cárcel que daba nombre a la calle Real de la Cárcel. Ese mismo año, por cierto, se construyó la capilla del Hospital Real de Santa María Magdalena y Julián Arcas actuaba en el Salón de San Pedro el Viejo, que luego sería Teatro Calderón. Pero eran más las ausencias que las presencias; aún no estaban la Plaza de toros, ni el Casino, ni el Teatro Cervantes, ni el Apolo, ni la Diputación...

Por aquí, como decía, pasaron norteamericanos, franceses, italianos, españoles (por supuesto), ingleses o húngaros como Max Simon Nordau atraídos por un espíritu románticamente aventurero y el exotismo de lo que sus predecesores narraban y lo que contaron puede que no se ajuste a la realidad pero tampoco andaban muy lejos. El porpio Nordau decía entonces: "esto ya no es Europa, sino África. Todo recuerda a los oasis en el desierto y a los beduinos. Almería no parece ser una ciudad, sino un campamento. Apenas hay calles y plazas, sino azarosas líneas tortuosas de casas". Y si bien los hay que cantan la decadencia, hay otros que ensalzan las excelencias. Por ello quizá entre ambos extremos podamos encontrar aquella realidad. Cierto es que hay mucho mito y muchísimo romanticismo en lo que estos viajeros esperan ver, en lo que se encuentran y en lo que cuentan. Por ejemplo el teólogo inglés Hugh James Rose describía así Almería: "como algo pintoresco, recomiendo a los artistas el mercado de fruta, con sus montones de frutas, con muchachas de hermosas caras morenas que parecen africanas y los grandes grupos de mujeres gitanas con sus niños morenos de 1 o 2 años, que los llevan desnudos, colgando sobre sus hombros. Las costumbres son semi-africanas, muchos hombres llevan turbantes. Las calles, cubiertas de rojo, blanco, verde y amarillo por las ropas expuestas para la venta, son un laberinto de colores". Pero no menos ciertas son sus denuncias, sobre todo, a la incomunicación de la ciudad, que se traduce en "una total decadencia en todas las cosas y el ocio descuidado aparece en la cara de todos".

Por eso son importantes para el Carnaval y para Almería todas estas reseñas. Si nos enorgullecemos de la antigüedad de algunos edificios o instituciones que ni existían cuando ya los almerienses se disfrazaban para parodiar la actualidad y, lo más destacado, si se vivía de tal manera y con tal éxito de gente que hasta la prensa de la época, tan poco proclive a ensalzar el Carnaval de la calle, lo comenta durante varios días, creo que queda poco que añadir. Son argumentos de peso para sostener con orgullo una fiesta que ahora parece andar avergonzada y acomplejada, con la cabeza agachada, como si no fuera algo nuestro...

0 comentarios: